En Mont Baldy pasamos el octavo día del tercer mes. El cielo se pone verde y mis muertos cantan. Los árboles están corroídos. El silencio es silencio y punto, no tiene nada que ver con el frío. Hasta aquí llegan las cenizas y los aviones. Dice Uno: me da pena lanzar piedras al vacío, porque luego cómo harán para volver a subir.
Por la noche no puedo dormir. Los osos vienen a mirar qué tenemos de comida. Caminan un poco alrededor de las tiendas, o eso parece, pero no tocan nada. Pienso: morir por un mordisco de oso. Por ejemplo. Los osos me recuerdan a las Olas de New Port. Pienso: hace no tanto tiempo le mandaba por correo canciones con mensajes ocultos, y sufría mucho. Pienso: me duele esta cadera y debería girarme, pero verlos dormir es tan sagrado que no me muevo. Pienso: los muertos están siempre a salvo, cabrones.
De todo lo que pienso nada está puesto en futuro. Sólo por los osos me salvo esta vez.
En Mont Baldy todo está enfermo. Ha venido una nube de lluvia ácida desde todos los tubos de escape del mundo, la violencia de las bicicletas y los ancianos haciendo equilibrio, ni un solo pájaro para ni un solo niño. Pero es lo que hay, y es simple, y puede llegar a ser muy hermoso.
En Mont Baldy no puedes despegarte del suelo. Tumbado en el trunk, de vuelta, miro para arriba y pienso en otras cosas.