A la playa de la Hisla llegan todos los amantes un día de verano que es complétamente azul, pero en el que hace viento. Tercera dice: traemos comida para sólo un par de días. Y a ver. A la playa de la Hisla que era, no lo más hermoso que nadie había visto jamás, pero sí la probable sombra de lo más hermoso que cualquiera podía imaginarse. Era una inmensidad alrededor del único plástico flotante, plástico minúsculo, inapreciable, nada, ni se veía después de tanto rato con los ojos al sol. Los gritos de las cigarras, los gritos franceses (de las cigarras), y todo el color en el azul, y la luz en el azul, azul-metal, es decir Lointraspasable, tantas cosas en el azul que se volvía blanco, y todos quedaban satisfechos, por fin, con esa paz tan sencilla.
Los amantes que llegaron (todos los amantes) salieron o del agua, o de las paredes rocosas, de las paredes llenas de detalles geométricos. Zarzas y matas y matorrales o arbustos. Las paredes llenas de zarzas y matas y matorrales y arbustos. Los arriates, por otra parte, (por la parte contraria), bien cuidados, primorosamente traídas las semillas desde México, semillas de cactos y aloes y otros tipos de verde gordo. Es decir, cultivados. Es decir: que la Hisla ya no era lo que fue, pero que se mantenía dignamente. Que la Hisla ya era para todos pero que no a todos, apenas a nadie (y de ahí la dignidad) le entraban ganas de abandonar la hilera de la costa para meterse más hacia dentro, hacia la Tierrafirme, hasta lo auténticamente blanco. Ya los amantes eran demasiados. Tercera dice: estamos sentados sobre millones de cadáveres.
(Hisla, 2010)